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Обнажённая Маха

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Предлагаем вниманию читателей замечательный роман «Обнаженная маха», принадлежащий перу одного из крупнейших испанских писателей конца XIX — первой трети XX века Висенте Бласко Ибаньеса (1867-1928). В книге приводится неадаптированный текст романа. Сохранена орфография оригинала.
Бласко Ибаньес, В. Обнаженная маха : книга для чтения на испанском языке : художественная литература / В. Бласко Ибаньес. — Санкт-Петербург : КАРО, 2018. — 320 с. - (Literatura clasica). - ISBN 978-5-9925-1321-9. - Текст : электронный. - URL: https://znanium.com/catalog/product/1047861 (дата обращения: 28.11.2024). – Режим доступа: по подписке.
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Vicente Blasco IBANEZ





                LA MAJA DESNUDA





LITERATURA CLASICA







КАР О
Санкт-Петербург

УДК 372.8
ББК 81.2 Исп-93
    Б68














     Бласко Ибаньес, Висенте.
Б68 Обнаженная маха : книга для чтения на испанском языке. — СПб. : КАРО, 2018. — 320 с. — (Literatura clasica).
     ISBN 978-5-9925-1321-9.
         Предлагаем вниманию читателей замечательный роман «Обнаженная маха», принадлежащий перу одного из крупнейших испанских писателей конца XIX — первой трети XX века Висенте Бласко Ибаньеса (1867-1928).
         В книге приводится неадаптированный текст романа. Сохранена орфография оригинала.
УДК 372.8
ББК 81.2 Исп-93





ISBN 978-5-9925-1321-9



© КАРО, 2018

Primera parte

I






   Eran las once de la manana cuando Mariano Renovales llego al Museo del Prado. Algunos anos iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en el. No le atrafan los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era alli donde el podia estudiar, a la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad a traves de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atrafan mas que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas colum-nas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteon del arte, donde titubeaban los neofitos, en la mas esteril de las confusiones, sin saber que camino seguir.
   El maestro Renovales detuvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emocion — como se contempla despues de larga ausencia los lugares de la juventud — la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de cesped fresco, adornados a trechos por debiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jeronimos, de gotica mamposterfa, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo a la blanca masa del Cason. Renovales penso en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Despues se fijo en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer termino, al borde de la pendiente verdosa. jPua! jLa Academia! Y el gesto des-preciativo del artista encerro en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demas Academias; la pintura,

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la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradicion, las reglas y el respeto a los precedentes.
   Una rafaga de viento helado agito las haldas de su gaban, sus barbas luengas y algo canosas y el ancho fieltro, bajo cuyos bordes asomaban los mechones de una melena, escandalosa en su juventud, que habfa ido disminuyendose con prudentes recortes, conforme ascendfa el maestro, adquiriendo fama y dinero.
   Renovales sintio frfo en la hondonada humeda. Era un dfa claro y glacial de los que tanto abundan en el invierno de Madrid. Lucia el sol; el cielo estaba azul; pero de la sierra, cubierta de nieve, llegaba un viento helado que endurecfa la tierra, dandola una fragilidad de cristal. En los rincones, adonde no llegaba el fuego solar, brillaba todavfa la escarcha del amanecer como una capa de azucar. En las alfombras de musgo, los gorriones, enflaquecidos por las privaciones invernales, iban y venfan con un trotecito infantil, agitando su mustio plumaje.
   La escalinata del Museo recordaba al maestro su adoles-cencia. Aquellos peldanos los habfa subido muchas veces a los diez y seis anos, con el estomago desfallecido por la ruin comida de la casa de huespedes. jCuantas mananas pasadas en aquel caseron, copiando a Velazquez! Estos lugares trafan a su memoria las esperanzas muertas, un cumulo de ilusiones que ahora le hacfan sonreir: recuerdos de hambre y de hu-millantes regateos al ganar su primer dinero con la venta de copias. Su faz adusta de gigante, su entrecejo que intimidaba a discfpulos y admiradores, se aclararon con una sonrisa alegre. Recordaba sus entradas en el Museo con paso tardo, su miedo a separarse del caballete para que no reparasen en las suelas despegadas de sus botas, que se doblaban, dejando al descubierto los pies.

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   Paso el vestfbulo y abrio la primera cancela de cristales. Cesaron instantaneamente los ruidos del mundo exterior: el rodar de los carruajes por el Prado, el campaneo de los tranvfas, el sordo arrastre de las carretas, la chillerfa de los grupos infantiles que correteaban por los desmontes. Abrio la segunda cancela, y su cara, entumecida por el frio, sintio la caricia de una atmosfera tibia, cargada del inexplicable zumbido del silencio. Los pasos de los visitantes adquirfan esa sonoridad de los grandes edificios inhabitados. El golpe de la cancela al cerrarse, retumbaba como un canonazo, pasando de sala en sala al traves de los recios cortinajes. Las bocas de calefaccion humeaban su invisible halito tamizado por las rejillas. Las gentes, al entrar, hablaban en tono bajo instintivamente, cual si estuvieran en una catedral: ponfan un gesto compungido de recogimiento, como si les intimidasen los miles de lienzos alineados en las paredes, los bustos enormes que adornaban el cfrculo de la rotonda y el promedio del salon central.
   Al ver a Renovales los dos porteros de largo leviton, hi-cieron un movimiento para ponerse de pie. No sabfan quien era; pero ciertamente era alguien. Aquella cara la habfan visto muchas veces, tal vez en los papeles publicos, tal vez en las cajas de cerillas; se asociaba en su mente a las glorias de la popularidad, a los altos honores reservados a los personajes. De pronto le reconocieron. jHacfa tantos anos que no le vefan por alii! Y los dos empleados, con la gorra de galon de oro en la mano y una sonrisa obsequiosa, avanzaron hacia el gran artista. «Buenos dfas, don Mariano.» ^Deseaba algo de ellos el senor de Renovales? ^Querfa que llamasen al senor director?... Era una obsequiosidad pegajosa, un azoramiento de cortesanos que ven entrar de pronto en su palacio a un soberano extranjero, reconociendolo al traves de su incognito.
   Renovales se libro de ellos con gesto brusco y paseo una rapida mirada por los lienzos grandes y decorativos de la ro

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tonda, que recordaban las guerras del siglo XVII; generales de erizados bigotes y chambergo plumeado dirigiendo la batalla con un baston corto, como si dirigiesen una orquesta; tropas de arcabuceros desapareciendo cuesta abajo con banderas al frente de aspas rojas o azules; bosques de picas surgiendo del humo; verdes praderas de Flandes en el fondo; combates sonoros e infructuosos que fueron como las ultimas boquea-das de una Espana de influencia europea. Levanto un pesado cortinaje y entro en el enorme salon central, viendo, a la luz mate y discreta de las claraboyas, las personas que estaban en ultimo termino como diminutas figurillas.
    El artista siguio adelante en lfnea recta. Apenas se fijaba en los cuadros, antiguos conocidos que nada nuevo podfan decirle. Sus ojos buscaban a las personas, sin encontrar tam-poco en ellas mayor novedad. Parecfa que formaban parte de la casa y no se habfan movido de allf en muchos anos: padres bondadosos con un grupo de ninos ante las rodillas explican-doles el argumento de los cuadros; una profesora con varias alumnas modositas y silenciosas que, obedeciendo a una orden superior, pasaban sin detenerse ante los santos ligeros de ropa; un senor que acompanaba a dos curas y hablaba a gritos para demostrar que era inteligente y se hallaba allf como en su casa; varias extranjeras con el velo recogido sobre el sombrero de paja y el gabancito al brazo, consultando el catalogo, todas con cierto aire de familia, con identicos gestos de admiracion y curiosidad, hasta el punto de hacer pensar a Renovales si serfan las mismas que habfa visto antes, la ultima vez que estuvo en el Museo.
    Al pasar, saludaba mentalmente a los grandes maestros. A un lado, las figuras santas del Greco, de un espiritualismo verdoso o azulado, esbeltas y ondulantes; mas alla las cabezas rugosas y negruzcas de Ribera, con gestos feroces de tortura y dolor: portentosos artistas que admiraba Renovales, propo-niendose no imitarlos en nada. Despues, entre la barandilla

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que guarda los cuadros y la fila de vitrinas, bustos y mesas de marmol sostenidas por leones dorados, tropezo con los caballetes de varios copistas. Eran muchachos de la Escuela de Bellas Artes o senoritas de pobre aspecto, con tacones gas-tados y sombreros de reblandecido contorno, que copiaban cuadros de Murillo. Iban marcandose sobre el lienzo el azul del manto virginal o las carnes con mantecosos bullones de los ninos rizados que juguetean con el Divino Cordero. Eran encargos de personas piadosas; genero de facil salida para conventos y oratorios. El humo de los cirfos, la patina de los anos, la discreta penumbra de la devocion, apagarfan los colores, y algun dfa los ojos llorosos por la suplica, verfan moverse con vida misteriosa las celestiales figuras sobre su fondo negruzco, implorando de ellas prodigios sobrenaturales.
    El maestro se dirigio a la sala de Velazquez. Alli trabajaba su amigo Tekli. Su visita al Museo no tenia otro objeto que ver la copia que el pintor hungaro estaba haciendo del cuadro de las Meninas.
    El dfa anterior, al anunciarle en su lujoso estudio la visita de este extranjero, quedo por largo rato indeciso, contem-plando el nombre impreso en la tarjeta. jTekli!... Y de pronto recordo a un amigo de veinte anos antes, cuando el vivfa en Roma; un hungaro bonachon que le admiraba sinceramente y suplfa su falta de genio con una tenacidad taciturna para el trabajo, semejante a la de la bestia de labor.
    Renovales vio con gusto sus ojillos azules, hundidos bajo unas cejas ralas y sedosas; su mandfbula saliente en forma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas aus-triacos; su alto cuerpo, encorvado a impulsos de la emocion, extendiendo unos brazos huesosos, largos como tentaculos, al mismo tiempo que le saludaba en italiano.
    — jOh, maestro! jCaro maestro!
    Se habfa refugiado en el profesorado, como todos los pinto-res faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden

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en el surco. Renovales vio al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecian reflejar todo el estudio. Hasta lucfa en una solapa el boton multicolor de una condecoracion misteriosa. El fieltro que tenia en la mano, de una blancura de merengue, era lo unico que desentonaba en este aspecto de funcionario publico. Renovales le cogio las manos con sincero entusiasmo. ;El famoso Tekli! jCuanto se alegraba de verle! jQue tiempos los de Roma!... Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Buda-Pest; hacfa ahorros todos los anos para ir a estudiar a algun museo celebre de Europa. Por fin, habfa podido venir a Espana, cumpliendo sus deseos de muchos anos.
    — jOh, Velasques! jQuel maestrone, caro Mariano!...
    Y echando atras la cabeza, ponfa los ojos en blanco, agita-ba con expresion voluptuosa su mandfbula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su pais.
    Hacfa un mes que estaba en Madrid trabajando todas las mananas en el Museo. Casi tenia terminada su copia de las Meninas. No habla ido antes a ver a su caro Mariano porque deseaba ensenarle este trabajo. ^Vendrfa a verle una manana en el Prado? ^Le darfa esta prueba de amistad?... Renovales intento resistirse. iQue le importaba a el una copia? Pero habfa tal expresion de humilde suplica en los ojillos del hungaro, le envolvfa en tantos elogios por sus grandes triunfos, detallando el gran exito que habfa alcanzado su cuadro jHombre al agua! en la ultima Exposicion de Buda-Pest, que el maestro prometio ir al Museo.
    Y a los pocos dfas, una manana en que excuso su asisten-cia un senor al que estaba pintando el retrato, Renovales se acordo de la promesa a Tekli y fue al Museo del Prado, sin-tiendo al entrar la misma impresion de empequenecimiento

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y nostalgia que sufre un personaje al volver a la Universidad donde paso su juventud.
    Al verse en la sala de Velazquez, sintiose asaltado por un respeto religioso. Alli estaba un pintor: el pintor por antono-masia. Todas sus teorfas irreverentes de odio a los muertos se quedaron mas alla de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no habfa visto en algunos anos, surgfa de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remor-dimientos. Permanecio largo rato inmovil, pasando sus ojos de un lado a otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de el comenzaba a sonar un zumbido de curiosidad.
    — jRenovales!... jEsta aquf Renovales!
    La noticia habfa partido de la puerta, extendiendose por todo el Museo, llegando a la sala de Velazquez, detras de sus pasos. Los grupos de curiosos dejaban de contemplar los cuadros para mirar a aquel hombreton ensimismado, que no parecfa darse cuenta de la curiosidad que le rodeaba. Las senoras, yendo de un lienzo a otro, segufan con el rabillo del ojo al artista celebre, cuyo retrato habfan visto tantas veces. Le encontraban mas feo, mas ordinario que en los grabados de los periodicos. Parecfa imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien a las mujeres. Algunos jovencillos aproximabanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijandose en sus particularidades exteriores, con ese deseo de imitacion entusiasta de los aprendices. Uno se proponfa copiar su lazo de corbata y sus grenas alborotadas, con la quimerica esperanza de que esto les diese nueva inteligencia para la pintura. Otros se planfan mentalmente de ser imberbes, por no poder ostentar las barbas canas y ensortijadas del famoso maestro.
    Este, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tardo en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba.

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